Suenan
balas al amanecer. Ya parece el paisaje habitual: una moto, un insulto, un
tiroteo y una calle pintada de rojo coagulado.
Mi
padre se inventaba refranes para describir esos barrios alejados de la
humanidad. “Llega uno y se muere, moraleja: no vayas”. Las calles reconocen al
muchacho que muere una vez más. Dejando adornos grotescos de tripas y sangre
saliendo a borbotones, decorando la avenida y destrozando la conciencia del
inocente, destroza la mirada de la madre que lo gestó.
“Algo
malo habrá hecho”, “quien sabe en qué andaría metido”, dicen entre murmullos
indolentes, los espectadores de la atrocidad. Tengo vergüenza por mi propia
raza humana pero la violencia es un tema tan quemado, aquí, en las montañas de
mi tierra donde la “libertad es sublime”, pero tan sublime que nos da miedo
salir de la casa.
Ese
muchacho sin nombre merecía ser partícipe de su propia historia y las crónicas
de balas en esta ciudad son tan reales que la verdad duele y preferimos la
ficción y la ignorancia. Nos aburrimos de esas historias que a diario las
páginas de los periódicos les dedican cinco líneas. Cinco líneas no son
suficientes para devolverle la vida.
Tanto
pintar estas calles de lágrimas silenciadas y voces que critican sin conocer,
traería de las entrañas imaginativas, la visión de humilde del hombre que se derramó
en rojas ilusiones. La sencillez de las vidas que son sesgadas. La necesidad de darle voz a los que ya no pueden hablar.
Seis
de la mañana: El despertador de Mickey Mouse suena. Ese reloj infernal que
lleva en la familia desde la infancia. Se levanta, el desorden seguía allí, as
camisas sucias en el suelo y las limpias encima de la cama le sirvieron como
mantas. Acaricia su cabeza rasurada bostezando. Olvida el rosario que siempre
se colocaba, misterioso presagio del inevitable final.
Pisa descalzo las
baldosas amarillas con verde de la cocina, la mitad de ellas rotas. Con ayuda
de esas grietas se rasca las plantas de los pies. El chocolate y la arepa están
servidos, se come el desayuno ignorando los gritos de regaño de su madre. Se
ducha, bendición de la mama y a trabajar.
Doce del mediodía: agarra
la mochila con la comida. Le pica el pecho, se acaba de percatar de que le
falta el rosario. Hoy toca frijoles y arroz, el pan de cada día de todo antioqueño.
Las provisiones para aguantar la soleada tarde en la construcción, donde él
trabaja.
Cuatro de la tarde: Se
siente cansado, insolado y sudoroso. Sólo le queda el dinero para pagar el
metro. Se va al baño. Se arrodilla en el claustrofóbico cubil y exiliado en el
baño, cubre sus penas sacando la bolsita hermética, pega su cara a taza del baño
y se blanquea los tabiques. Ahora todo vuelve a tener color.
Nueve de la noche: Su
madre lo espera desierta en la puerta. Siempre lo hace, no puede conciliar el
sueño si está en las calles impregnadas de aceite de motor, rueda quemada y sacol. Donde los periódicos viejos son
los nuevos colchones de las esquinas.
La cena está servida en
la mesa, pero no va a comer, no tiene hambre. Su madre cierra los ojos
reposados sobre ojeras. La calle está en silencio, la ciudad empieza a dormir
pero él no podrá dormir, o al menos de la manera normal.
Tiene escondida una caja de cigarrillos debajo del colchón, agarra
el encendedor y se hace en la puerta de su casa mientras se fuma uno, dos, tres,
cuatro, cinco cigarrillos...El silencio es total.
Once de la noche: El motor vacilante quiebra la calma, la alarma
inexorable de que se le debe plata a alguien, no hay escapatoria, es momento de
acudir de improvisto al inevitable encuentro. La última calada y lanza el
cigarrillo que apaga su rojo brillante en un charco. Saca la bolsita hermética,
la inseparable compañera, y acaba con los últimos gramos, que por descuido,
dejó derramar.
El acelerador irrumpe en la escena, mientras el muchacho camina
por la mitad de la calle húmeda, se aleja del portal y entonces sucede: la
moto, un insulto, un tiroteo.
La cena estaba servida y por la mañana seguirá allí.