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sábado, 9 de mayo de 2015

La sencillez de las vidas que son sesgadas


Suenan balas al amanecer. Ya parece el paisaje habitual: una moto, un insulto, un tiroteo y una calle pintada de rojo coagulado.

Mi padre se inventaba refranes para describir esos barrios alejados de la humanidad. “Llega uno y se muere, moraleja: no vayas”. Las calles reconocen al muchacho que muere una vez más. Dejando adornos grotescos de tripas y sangre saliendo a borbotones, decorando la avenida y destrozando la conciencia del inocente, destroza la mirada de la madre que lo gestó.

“Algo malo habrá hecho”, “quien sabe en qué andaría metido”, dicen entre murmullos indolentes, los espectadores de la atrocidad. Tengo vergüenza por mi propia raza humana pero la violencia es un tema tan quemado, aquí, en las montañas de mi tierra donde la “libertad es sublime”, pero tan sublime que nos da miedo salir de la casa.

Ese muchacho sin nombre merecía ser partícipe de su propia historia y las crónicas de balas en esta ciudad son tan reales que la verdad duele y preferimos la ficción y la ignorancia. Nos aburrimos de esas historias que a diario las páginas de los periódicos les dedican cinco líneas. Cinco líneas no son suficientes para devolverle la vida.

Tanto pintar estas calles de lágrimas silenciadas y voces que critican sin conocer, traería de las entrañas imaginativas, la visión de humilde del hombre que se derramó en rojas ilusiones. La sencillez de las vidas que son sesgadas. La necesidad de darle voz a los que ya no pueden hablar.

Seis de la mañana: El despertador de Mickey Mouse suena. Ese reloj infernal que lleva en la familia desde la infancia. Se levanta, el desorden seguía allí, as camisas sucias en el suelo y las limpias encima de la cama le sirvieron como mantas. Acaricia su cabeza rasurada bostezando. Olvida el rosario que siempre se colocaba, misterioso presagio del inevitable final.

Pisa descalzo las baldosas amarillas con verde de la cocina, la mitad de ellas rotas. Con ayuda de esas grietas se rasca las plantas de los pies. El chocolate y la arepa están servidos, se come el desayuno ignorando los gritos de regaño de su madre. Se ducha, bendición de la mama y a trabajar.

Doce del mediodía: agarra la mochila con la comida. Le pica el pecho, se acaba de percatar de que le falta el rosario. Hoy toca frijoles y arroz, el pan de cada día de todo antioqueño. Las provisiones para aguantar la soleada tarde en la construcción, donde él trabaja.

Cuatro de la tarde: Se siente cansado, insolado y sudoroso. Sólo le queda el dinero para pagar el metro. Se va al baño. Se arrodilla en el claustrofóbico cubil y exiliado en el baño, cubre sus penas sacando la bolsita hermética, pega su cara a taza del baño y se blanquea los tabiques. Ahora todo vuelve a tener color.

Nueve de la noche: Su madre lo espera desierta en la puerta. Siempre lo hace, no puede conciliar el sueño si está en las calles impregnadas de aceite de motor, rueda quemada y sacol. Donde los periódicos viejos son los nuevos colchones de las esquinas.

La cena está servida en la mesa, pero no va a comer, no tiene hambre. Su madre cierra los ojos reposados sobre ojeras. La calle está en silencio, la ciudad empieza a dormir pero él no podrá dormir, o al menos de la manera normal.

Tiene escondida una caja de cigarrillos debajo del colchón, agarra el encendedor y se hace en la puerta de su casa mientras se fuma uno, dos, tres, cuatro, cinco cigarrillos...El silencio es total.

Once de la noche: El motor vacilante quiebra la calma, la alarma inexorable de que se le debe plata a alguien, no hay escapatoria, es momento de acudir de improvisto al inevitable encuentro. La última calada y lanza el cigarrillo que apaga su rojo brillante en un charco. Saca la bolsita hermética, la inseparable compañera, y acaba con los últimos gramos, que por descuido, dejó derramar.
El acelerador irrumpe en la escena, mientras el muchacho camina por la mitad de la calle húmeda, se aleja del portal y entonces sucede: la moto, un insulto, un tiroteo.

La cena estaba servida y por la mañana seguirá allí.